domingo, 8 de abril de 2012

Lunes de Mona en Elche (Alicante)

Días de mona, días felices
* a Jóse
 
Íbamos en pandilla y regresábamos de dos en dos. En aquellos tiempos (¡vivía Franco!) la Semana Santa era la Semana Santa, y no es de extrañar que los niños y niñas de entonces recibiéramos el lunes de mona como una auténtica liberación. No había cine (salvo el parroquial, para ver Ben Hur o Los Diez Mandamientos); daba sus primeros pasos una televisión que adaptaba la programación a la gravedad del momento; la radio emitía monótonamente el Stabat Mater o La Pasión según San Mateo, y en las ciudades medianas y laboriosas –como tantas alicantinas– no se sabía lo que era una discoteca. Así que las vacaciones nos resultaban un poco largas y aburridas, procesión va, procesión viene. Finalmente –gozosamente– llegaba la mona: preparábamos las playeras (teníamos sólo un par, usado hasta que se rompía la lona, al empuje del dedo gordo de un pie que no paraba de crecer); algunas niñas, las más dóciles, cedían al delantalito a cuadros impuesto por las madres, quitándoselo en cuanto las perdían de vista. En la cesta, bocadillos, habas tiernas, alcachofas, bacalao y huevos duros, envueltos en el dulce aroma de las fogassetes recién hechas y coronadas de azúcar. Los más privilegiados completaban la impedimenta con un picú portátil, provisto de unos cuantos discos de 45 revoluciones (Los Brincos, Los Beatles, The Mama’s & The Papa’s, Adamo, Mari Trini), o un aparatoso radiocasete a pilas.

Pero, por encima de todo, teníamos –durante un día que los adultos siempre respetaban– libertad. Nos dejaban ir solos al campo, caminar por unas carreteras a menudo flanqueadas de árboles y con un tráfico incipiente, llegar tarde a casa.
No sabíamos entonces que estábamos perpetuando una tradición que algunos quieren romana, cumpliendo ancestrales ritos de fertilidad (ese huevo duro estrellado en la frente del chico o la chica que nos gustaba), festejando el triunfo de la naturaleza que renace tras el invierno.
Sólo sabíamos que íbamos en pandilla y regresábamos de dos en dos, intentando que la oscuridad de la noche primaveral ocultara unas manos emocionadamente entrelazadas por vez primera. Y procurando que los faros de los coches no nos descubrieran.

María Ángeles Sánchez
Publicado en el diario Información, 28 de marzo de 2005


viernes, 6 de abril de 2012

La bajada del ángel de Tudela

Este año, por primera vez, será una niña. En la plaza de los Fueros de Tudela (Navarra) se celebra el domingo día 23 una fiesta colorista que pone fin a la Semana Santa. Y el día antes, la quema del Volatín.

El domingo de Resurrección (este año, el 23 de marzo), desde bien temprano, la plaza de los Fueros de Tudela (Navarra) se va llenando de gentes apretadas y expectantes. El quiosco de la música se convierte en privilegiada atalaya, aunque cualquier lugar es bueno para disfrutar del esperado momento, aquel en que un angelito retira el velo de luto de la Virgen.

En la fachada de la Casa del Reloj se ha instalado un teatral templete, del que sale una gruesa maroma tensada de lado a lado de la plaza. Son apenas las nueve de la mañana (aunque la fiesta ha empezado a las 7.45 con el desfile de alabarderos por las calles de la ciudad) y todo el mundo dirige su mirada hacia el nacimiento de la maroma, con una algodonosa nube de la que pende un angelito entunicado, emplumadas alas a la espalda y ornada la cabeza con una corona. Lleva en la mano un pequeño estandarte.

Así, desde la altura, se va deslizando mientras la banda de música de Tudela interpreta la Marcha Real, hasta que queda situado justo encima de la Virgen. Entonces, en un instante envuelto en emocionado silencio, libera a la Madre del luto y comienza a aletear con brío, moviendo brazos y piernas, en medio de un estruendoso aplauso y el vuelo de palomas.

Antes ha anunciado solemnemente: "Alégrate, María, porque tu Hijo ha resucitado". Procedente de una antigua función religiosa de la que existen datos desde 1663, en la ceremonia de este domingo de Resurrección, por primera vez, el ángel es ángela: se llama Amaya García y tiene ocho años.

La víspera por la mañana (a las diez), y desde comienzos de los sesenta del pasado siglo en que la Orden del Volatín llevó a cabo su recuperación, en esa misma Casa del Reloj se quema el Volatín, muñeco de madera articulado (cada año se disfraza de una forma diferente) que arde en un vertiginoso giro sobre sí mismo, culminando con la explosión del petardo en forma de puro que porta en su boca. Cuando se produce el estallido, se lanzan balones, globos y chucherías para los niños. Y a las doce se bautiza a un cabezudo.

Publicado en El Viajero de El País el 15 de marzo de 2008.