jueves, 22 de marzo de 2012

LA LUNA Y SEMANA SANTA

Semana Santa. Icod de los Vinos (Tenerife)
Miren de noche al cielo. Verán, espléndida en su redondez, la luna llena. Así lo quisieron los padres de la Iglesia cuando en el concilio de Nicea, el año 325, establecieron que el Domingo de Resurrección (el momento clave en el calendario cristiano, y en torno al cual giran todas las demás fechas movibles) se celebrara el domingo siguiente a la primera luna llena después del equinoccio de primavera (21 de marzo). Ello significa que la Semana Santa varía, lo cual explica también que febrero, marzo y parte de abril sean parcos en conmemoraciones festivas, ya que la Cuaresma, antaño tiempo de preparación, ayuno y penitencia, los impregna.
Así pues, lo mismo una profesora alicantina de instituto que un obrero metalúrgico de Hannover; un empleado de la bolsa de Roma que un hotelero de Benidorm; una cocinera de Lisboa que un dentista de Almoradí; un niño o una niña de Tibi que un ejecutivo de Bruselas, ven cada año cómo su trimestre se alarga o se acorta, cómo sus vacaciones al cálido sol (o en medio de cambiantes jornadas primaverales) van y vienen. Y a menudo se preguntan por qué.
No son sólo las procesiones, las representaciones pasionales, la visita a los “monumentos” durante el Jueves Santo, las aleluyas, las monas de Pascua y la romería a la Santa Faz los que se mueven bajo el influjo de la luna. Incluso los más militantes antisemanasanta tienen, en este caso, que agachar la cabeza.
Me produce una rara, grata, atávica sensación pensar que, siquiera mínimamente, los destinos de los hombres y mujeres del siglo XXI siguen estando regidos por la naturaleza.
María Ángeles Sánchez
*Publicado en el diario Información, 21 de marzo de 2005