sábado, 27 de mayo de 2023

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LA CABALLADA DE ATIENZA (GUADALAJARA), 1976.


Fue de las primeras fiestas que conocí en mi vida (excepción hecha del Misteri de mi pueblo, Elche, con el que nací), a comienzos de los setenta del pasado siglo.


En 1976 publiqué un reportaje sobre la Caballada de Atienza en una sección (Fin de Semana) que acababa de crear en el diario “Ya”, gracias a la generosidad de mi profesor en la Escuela de Periodismo, Alejandro Fernández Pombo, luego entrañable amigo.


Pombo era uno de los máximos responsables del diario de la Editorial Católica. Amaba, como yo, las fiestas y los pueblos y en seguida me dijo que sí a la idea de publicar cada fin de semana un reportaje de lugares que no excedieran los 250 kilómetros en torno a Madrid.


Fue una de las primeras secciones fijas de Viajes en la prensa española, hace ya casi cincuenta años. Luego acabaría convirtiéndose en mi especialidad.


La Caballada, que sigue un ritual de siglos cuidadosamente observado, es hoy una multitudinaria romería, en donde apenas se puede seguir la subasta de las roscas y frutas que cuelgan del mayo, contemplar apretadamente el baile de los cofrades ante la Virgen y gozar, eso sí, de la hermosa estampa de los caballeros de capa y sombrero, a lomos de sus mulas enjaezadas, atravesando los campos en flor de Pentecostés. 


Para los cofrades y gente de Atienza, sin embargo, están muy presentes aquellos afamados arrieros atencinos que, allá por 1162, salvaron mediante una ingeniosa estratagema a Alfonso VIII –apenas un niño– de las manos de su tío Fernando II, que no tenía el menor interés en que el pequeño llegara a reinar y sitió la villa. 


La veloz cabalgada de la tarde lo recuerda.


María Ángeles Sánchez

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